lunes, 30 de junio de 2008

Cuentos dedicados.

Hay trabajos muy especiales que nunca se pueden pagar y siempre están mal pagados. Cuando Encarni acudió a la entrevista del Hospital Central era la primera vez que tenía la posibilidad de trabajar en lo que había estudiado, enfermería. Su experiencia en este campo era inexistente, aunque ya había trabajado en una subcontrata de los servicios sociales de su localidad en algo muy ligado al trato con personas mayores, minusvalidos y gente que no se podía valer por sí misma. Su trabajo consistía en una ruta asignada y diaria por su ciudad. Visitaba a los ancianos, los bañaba, les recogía un poco la vivienda, y les preparaba su medicación diaria. En este trabajo tuvo la oportunidad de conocer las miserias de la edad adulta de la pobre gente que no se puede valer, de los hijos que pasaban de los padres por considerarlos cargas defectuosas, pero a pesar de ello Encarni aprendió mucho y por suerte nunca tuvo problemas como otros compañeros de abrir cualquier casa y encontrarse con un anciano ya muerto, o de que alguno muriera en sus brazos. Encarni adquirió una experiencia que ahora sí le podría valer para su entrevista con el jefe de la planta primera del Hospital Central.
En un pequeño despacho con todo muy blanco, Ramirez le habló de turnos y de sueldos, y dejó para el final el tipo de enfermo al que Encarni debía atender. La planta primera del Hospital Central era la destinada a enfermos terminales, esos enfermos que están a un paso de la muerte sin solución medica, en coma, inmóviles, esperando una reacción a su cancer, a la embolia o los trombos que los llevaron allí, por que nadie se muere de viejo, se muere por un mal funcionamiento de su organismo. La mayor parte de ellos era gente mayor y toda la planta primera rezumaba silencio y tristeza. Ramirez le advirtió que debía estar preparada psicológicamente y no implicarse con los pacientes, que cada día se perdían dos o tres vidas allí, y que muy rara vez se recuperaba alguno de los pacientes, la misión en esa planta era la de alargar la vida cuanto más tiempo fuera posible. Encarni le dijo estar preparada y empezó con su nuevo trabajo un Lunes del mes de Junio.
Las primeras semanas las enfermeras más veteranas cuidaban de ella, la mimaban y le encargaban los trabajos para los que el cuerpo de una novata podría estar preparado. Su turno de 8 a 3 pasaba muy rápido, pero el problema de Encarni es que digería lo visto cuando terminaba su turno. Familias enteras destrozadas, otras pidiendo que desenchufaran ya a su pariente, cosa totalmente ilegal, aunque lo que era tu padre este reducido aun vegetal enchufado a un montón de máquinas. Cuando Encarni cerraba los ojos en casa no podía más que ver pacientes y familias, no sabía desconectar, ni separar el trabajo de su vida, y aunque Ramirez le advirtió que el hospital disponía de un servicio interno de psicología para los trabajadores de la planta, ella quiso ser fuerte y sobreponerse, y eso, le estaba costando el sueño y las imagenes de su mente en su casa mezclaban el programa de televisión que estaba viendo, con pacientes en el sueño eterno.
Un día, por casualidad, se coló en el ascensor para enfermeros con ella un padre primerizo muy nervioso que iba a la planta Séptima, planta de maternidad del Hospital Central. El hombre no podía dejar de hablar del mismo nervio que llevaba en el cuerpo, su mujer estaba apunto de dar a luz y él esperaba ansioso el momento. Esto tan sencillo, ese hombre, sin saberlo, cambió la vida de Encarni por completo. Desde ese día, al terminar su jornada, acudía a la planta de maternidad y observaba atenta el milagro de la vida. Padres y abuelos recorriendo el pasillo arriba y abajo nerviosos, grandes ramos de flores en las puertas de las habitaciones de las parturientas y lloros infantiles hicieron que Encarni se fabricara un ritual a medida antes de irse a casa cada día. No se iba nunca del hospital sin ver un parto, sin ver al bebé llorando, clamando al mundo y a los cuatro vientos que ya había llegado a él, sin ver la cara de la madre cuando se lo ponían en los brazos, ni la cara de ensoñación que el padre ponía mirando a un horizonte inexistente cuando se lo daban, Encarni ahora veía lágrimas de alegría en los ojos de los padres, todo lo que hasta hace un rato eran nervios incontrolados pasaba a ser alegría y lágrimas de felicidad, así Encarni luchó contra la muerte, con la vida más pura que existe, la nueva vida. Cuando cerraba los ojos en casa ya no veía enfermos terminales, veía vida por delante, sueños por cumplir y felicidad. Y así Encarni con su propia ayuda psicológica, aprendió a sobrevivir.

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